Todos los que nos dedicamos desde hace
muchos años a la Arqueología Preventiva (antes urbana, profesional,
comercial...) hemos estado alguna vez en el fondo de un pozo.
Algunos incluso en pozos realmente negros y sucios fruto de las
artimañas de los socios que nos tocaron en su día en la pedrea de
las primeras empresas de patrimonio histórico, en el albor de los
años noventa del siglo XX. Aunque esta es una cuestión que habrá
que abordar otro día...
El caso es que un pozo colmatado es un
tesoro para un arqueólogo, pues suelen fosilizar los utillajes de un
momento determinado, generalmente cuando se abandonan las casas de
las que son parte fundamental. Recordamos los magníficos de
cronología hispanomusulmana que se abrían bajo la calle Bailén de
Madrid, a cuyos diez metros de la profundidad descendíamos por los
“pates” originales, aunque asegurados por un torno en superficie
del que pendía un fuerte cabo. Tampoco podemos olvidar otros dos
situados en c/ Juan Bautista Topete 8 de Guadalajara, uno de ellos
bajomedieval que proporcionó un lote de cerámicas vidriadas de
bastante interés y otro, fechado a inicios del siglo XX, seguramente
en el momento de construcción del edificio anterior al que acaba de
concluirse.
En este punto del discurso habrán
adivinado que hoy no proponemos un ejercicio de recordatorio de los
pozos que nos han salido al encuentro en nuestra vida profesional,
sino del “pozo” en el que se encuentra nuestra profesión en
estos momentos. Ya hemos apuntado en algún momento que en la década
pasada el movimiento de tierras generado por los proyectos
urbanísticos, edilicios y de implantación de infraestructuras, ha
sido verdaderamente desmedido, como hemos el proyecto de triplicación
de la superficie de algunos cascos históricos de pequeños pueblos
toledanos, superficies sobre las que realizamos los, en su caso,
preceptivos proyectos arqueológicos preventivos y como a día de
hoy, revisitando la fotografía aérea actualizada, presentan unos
impecables trazados urbanos y ni un solo edificio construido.
Naturalmente los magníficos olivares sobre los que se trazaron las
calles ho visto triplicarse y agonizan heridos de muerte...
La profesión en un pozo, del que
además ni siquiera vemos agua al fondo, sino la negrura más
absoluta. En este sentido hemos de abordar el año que se inicia
olvidándonos de las macroexcavaciones “tipo Ur” parafraseando al
profesor Vicente Lull, que citaba este modelo de excavación en una
conferencia en el Museo Arqueológico Nacional a inicios de los años
ochenta pasados. En aquella ocasión se refería al tipo de
excavación sistemática que se desarrollaba en la época,
generalmente promovida por departamentos universitarios y que una
década después fue sustituida por la puesta en marcha de los
intereses de tres “colectivos” como se dice ahora: entidades
financieras, administraciones públicas y empresas promotoras y
constructoras, los tres mosqueteros que dieron el pistoletazo de
salida a unos años en los que literalmente hemos agujereado centros
históricos, ensanches de ciudades, plataformas ferroviarias,
trazados de gasoductos y autovías, literalmente a mayor gloria de
nuestro pasado.
Utilizando de nuevo un neologismo, el
modelo anterior no era “sostenible” y ahora es tiempo de la poda
y la criba de todo lo aireado entonces y de la – de nuevo palabras
que asolan nuestro entendimiento, pero que triunfan en el común -
“puesta en valor” de lo identificado, descrito y en su caso
recuperado. Y este es el momento de la inversión callada, serena,
sin prisas y de quien corresponda o a quién se le permita. No
olvidemos la necesidad de una ley de mecenazgo acorde con otros
estados donde el patrimonio histórico no es ni de lejos comparable
con el nuestro, además de la adecuación de la Administración a los
nuevos ciclos económicos.
Un pozo del que sin duda no saldremos
si mantenemos la actitud de muchos profesionales de estos tiempos
pasados, excavar por excavar y cuanto más mejor, publicar lo mínimo
y si es nada mejor, ser guerrilleros de los honorarios profesionales,
ora en la cresta de la ola, ora en la “arqueología del bocadillo”.
Y quizás lo que es peor, tratando a los colegas contratados como
verdaderos perros de presa, mal remunerados y en muchas ocasiones
con nulas condiciones de seguridad y salubridad, solamente en aras de
la plusvalía que producía el arqueólogo entre lo que él cobraba y
lo que se cobraba por él. Se puede decir más alto, pero no más
claro.
Amigos y colegas de profesión es
momento de seguir apostando por una Arqueología Preventiva que
resuelva problemas y si es sin excavar mejor, pero siempre con la
honestidad, el rigor y el conocimiento del que debemos hacer gala,
sobretodo al tener en nuestras manos y ser intérpretes de los
fragmentos que la Historia nos regala de vez en cuando.
Chapeau! Para quitarse el sobrero...
ResponderEliminarya es hora de que se empiece a hablar sin tapujos.
Gracias Pepe!